La presión por destacar en una sociedad donde «el infierno de lo igual» se presenta como una fosa de la que nos exhortan a salir. La necesidad autoimpuesta de las check-list como rituales de obligada ejecución para alcanzar la felicidad. La «ideología de la personalidad» que se manifiesta en forma de bulimia emocional, donde acumulamos y acumulamos experiencias para vomitarlas ipso facto en las redes sociales. La dolorosa brecha, que se agranda por momentos, entre el yo real y el yo virtual. La tensión de exigirle al tiempo libre una realización y productividad plenas, bloqueando así la posibilidad de disfrute…
Todos estos elementos, si no se analizan bajo la lógica del pensamiento crítico, se encargarán de configurar una personalidad abocada a experimentar un desánimo crónico. Y ante esto, pocos fármacos son más eficaces que la filosofía.
Todas las civilizaciones han tratado de explica aquello que no comprendían y que percibían como sobrenatural y lo han hecho contando leyendas que incluían dioses, héroes, monstruos y, cómo no, humanos. Los mitos son historias que no tienen por qué ser reales, pero contienen nuestra esencia, nuestras pasiones, miedos y deseos, porque hablan de temas universales como el amor y la muerte, que poseen, en definitiva, la fuerza de ser la base cultural de la Humanidad.