¿Qué significa ser libre? ¿Podemos siquiera demostrar que lo somos? Y si lo fuéramos, ¿por qué deberíamos subordinar nuestra libertad a una norma ética? Si el universo no manifiesta interés alguno en nosotros, ¿por qué debemos actuar moralmente?
Practiquemos o no el bien, la naturaleza seguirá su curso y continuará ciega ante los esfuerzos éticos de la humanidad. Por mucho que nos afanemos en escuchar su voz, su lenguaje resultará siempre ininteligible para nuestras aspiraciones, pues se basa en leyes matemáticas impersonales, fijadas en los inicios del universo y ajenas a cualquier preocupación por nuestra suerte y por el valor de nuestras acciones.
En este libro, Blanco intenta responder a estas inquietudes. La libertad emerge como la capacidad de crearnos a nosotros mismos, de construir, de legar algo al mañana y de ampliar los horizontes y las posibilidades de nuestra reflexión.
Tyson Yunkaporta mira los sistemas globales desde una perspectiva única, ligada al mundo natural y espiritual, y considera que la vida contemporánea se aparta del patrón de la creación.
Los occidentales queremos que el mundo sea simple, pero nos relacionamos con él de manera complicada. El pensamiento indígena, por el contrario, entiende que el mundo es complejo y que simplificarlo sería, de hecho, destruirlo. Por este motivo, encuentra formas profundas para comunicar este conocimiento, que se despegan de la lógica neoliberal: a través de imágenes y tallas en lugar de palabras, marcan el terreno y cuentan sus propias historias.
Como miembro del clan apalach, Tyson Yunkaporta mira los sistemas globales desde una perspectiva única, ligada al mundo natural y espiritual, y considera que la vida contemporánea se aparta del patrón de la creación. Con tono reflexivo busca alternativas que reviertan este proceso. Honrando las tradiciones aborígenes australianas, se vale de la escritura en la arena, costumbre ancestral de dibujar imágenes en el suelo para transmitir conocimientos, y se pregunta qué ocurriría si aplicamos esa forma de pensar al estudio de la historia, a la educación, la economía o el poder, para crear una visión del mundo que pueda hacer frente a la situación social, política y ecológica actual y ensayar nuevas posibilidades para una vida más sostenible.
En 1507, cuando el cartógrafo Martin Waldseemüller publicó un mapa del mundo, denominó América a un nuevo continente, descubierto poco antes, en honor al navegante y explorador Américo Vespucio. El nombre hizo fortuna y años después se extendió al hemisferio norte de aquellas tierras, aunque no correspondía al de su auténtico descubridor y el propio Waldsemüller pensaba que había elegido mal el nombre. Ésta es la historia de esa curiosa denominación, y también la biografía de un maestro de la autopromoción. Nacido en 1454 en la Florencia de los Médicis, para los que trabajó en su juventud, Américo se trasladó a Sevilla en 1491. Fue amigo y rival de Cristóbal Colón, y colaboró en la segunda y tercera expediciones de éste a las Indias, antes de embarcarse él mismo por lo menos en dos ocasiones y de explorar la costa de lo que hoy es Brasil. El hombre que dio su nombre al Nuevo Mundo emerge en estas páginas como un acabado producto de una riquísima época: proxeneta, mago, aventurero, intrigante, hábil navegante (aunque no al principio), autor de deslumbrantes crónicas de viajes, siempre al tanto de los últimos avances científicos y capaz de apropiarse de honores inmerecidos. Fernández-Armesto, valiéndose de una cantidad ingente de fuentes y documentos, ha escrito la primera biografía de Vespucio que consigue distinguir la realidad de la leyenda.