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ABEJAS SIN FABULA

¿Qué es la cultura?, preguntó el ingenuo. Un jardín sin letrinas, respondió el ingenioso. Gracias a esta visión beatífica de la cultura, hemos construido un mundo capitalista que exuda transparencia, empoderamiento, autenticidad y humanitarismo. Los lenguajes que utilizamos para hablar de nosotros mismos nos convierten en una suerte de ángeles de la democracia. Y ello sin que, al tiempo que nos concebimos culturalmente en un espejo tan favorecedor como el de la igualdad y la diversidad, dejemos de actuar como criaturas interesadas que trabajan, consumen y, en definitiva, practican los rituales del turbocapitalismo. Esta tensión entre nuestras dos almas apenas es hoy un eco apagado que no levanta ninguna sospecha. Es como si cultura y capitalismo, enemigos históricos durante mucho tiempo, se hubiesen fusionado en el nirvana del culto al yo, se decline este en la mediocridad de los intereses o en la sublimidad de los sentimientos. Frente a esta antropología un tanto pazguata, cabría insistir, con Bernard Mandeville, el deslumbrante autor de La fábula de las abejas, en que no podemos ser inocentes en sociedades prósperas. Es decir, que el idealismo moral, incluso el propio de democracias subyugadas por la religión de la cultura, el activismo sentimental y la prédica del empoderamiento, no halla cabida en unas rutinas y actividades sociales pautadas por los vicios privados que engrasa el capitalismo.
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EL PODER EN ESCENA

Las imágenes generadas por el poder utilizan determinados motivos visuales bajo los cuales se oculta una suma de protocolos interesados que les proporciona su auténtico sentido. Ante esta constatación, los cuarenta capítulos y las dos adendas que conforman El poder en escena responden a la necesidad de ejercer de rastreadores de estos iconos de la esfera pública para descifrar así la naturaleza de estas imágenes que parecen rutinarias y espontáneas, y ante las cuales no solemos interrogarnos. Solo con hacerlo y detenernos en cada motivo para nombrarlo, ya se da un paso decisivo para reconocer su sesgo ideológico. Esos motivos visuales se generan desde el campo de la política, quizá los más notorios por su voluntad propagandística; desde la economía, siempre basados en la ocultación de su poder real; del poder judicial, otro ámbito donde la opacidad es norma; de los cuerpos policiales, que construyen motivos de aparente objetividad; o de algunos rituales sociales que se repiten de manera insistente y enigmática. El hecho de ahondar en los orígenes iconográficos de cada motivo –en el cine, la pintura, la fotografía o la arquitectura y sus posteriores ramificaciones– nos permite cuestionar las formas visuales que los distintos ámbitos de poder utilizan para autorrepresentarse. Y al mismo tiempo sirve para preguntarnos por la génesis y evolución de estas formas, dar testimonio de su falsa transparencia y devolver así una mirada crítica e irónica ante el poder que las genera.
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EL MALESTAR DE LAS CIUDADES

¿Por qué se va la gente de las ciudades? Porque la echan. Una multitud de factores, desde el precio de la vivienda hasta los efectos del turismo, empujan a las personas a abandonar los espacios urbanos concentrados. Poco a poco, las ciudades se vacían y envejecen. Lo extraño es que no lo notamos, porque el flujo constante de personas nos hace sentir que todo está lleno, en especial los centros históricos, reconvertidos en parques temáticos. El rentismo ha sustituido a la producción. La ciudad se ha convertido en un tablero de Monopoly que expulsa a los que no pueden pagar. ¿Por qué apostar por los habitantes de clase media cuando la especulación, el turismo o el consumo desaforado en domingo resultan más provechosos? Las ciudades ya no anhelan construir el futuro; buscan rentabilidad.
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