Alex y Poppy. No tienen nada en común. Ella viste estampados; él lleva pantalones de pinza. Ella tiene espíritu aventurero; él prefiere quedarse en casa leyendo. Y, a pesar de todo, son mejores amigos. Durante la mayor parte del año viven separados -ella en Nueva York, él en su pequeño pueblo- pero cada verano, desde hace ya una década, se toman una semana de vacaciones juntos. Hasta hace dos años, cuando lo arruinaron todo. No han vuelto a hablar desde entonces.
Poppy tiene todo lo que siempre había soñado, pero está atrapada en la rutina. Cuando alguien le pregunta cuándo fue la última vez que fue feliz de verdad, sabe sin ninguna duda que fue en ese último y fatídico viaje con Alex. Y entonces decide convencer a su mejor amigo para viajar juntos una vez más. Ahora tiene una semana para arreglarlo todo. Si pudiese aceptar la verdad que siempre se ha interpuesto silenciosamente en medio de su supuesta perfecta amistad
¿Qué puede salir mal?
En De la Tierra a la Luna Jules Verne imaginó un enorme proyectil disparado hacia la Luna con tres hombres dentro. Avanzada a su tiempo, esta novela se ha convertido en un referente de la ciencia ficción temprana y en una de las más famosas de Verne; asi mismo ha sido adaptada para la gran pantalla en numerosas ocasiones, pero es la adaptación de 1902 de Georges Méliès la que se convirtió en icónica.
En 1872 Carlos de Borbón y Austria-Este, llamado Carlos VII por sus adeptos, entró en España para ponerse al frente de las partidas sublevadas contra el rey Amadeo de Saboya, dando inicio a la tercera guerra carlista. Valle-Inclán, de familia carlista y durante muchos años defensor de "la Causa", dedicó a ella entre 1908 y 1910 tres novelas –Los cruzados de la Causa, El resplandor de la guerra y Gerifaltes de antaño– y dos relatos –Una tertulia de antaño y La corte de Estella– en los que volcó su simpatía por el campesinado y su visceral rechazo a la España surgida de la Restauración. Leído hoy, el ciclo de La guerra carlista, que aquí presentamos en una nueva edición a cargo de Ignacio Echevarría, permite establecer un hilo histórico que llega hasta la Guerra Civil y explicar la evolución de los nacionalismos vasco y catalán.
Toño Azpilcueta pasa sus días entre su trabajo en un colegio, su familia y su gran pasión, la música criolla, sobre la que lleva investigando desde su juventud. Un día, una llamada le cambia la vida. Una invitación para ir a escuchar a un guitarrista desconocido, Lalo Molfino, personaje del que nadie sabe demasiado pero de gran talento, parece confirmar todas sus intuiciones: el amor profundo que siente por los valses, marineras, polkas y huainos peruanos tiene una razón más allá del placer de escucharlos (o bailarlos).
Tal vez lo que ocurra es que la música criolla sea, en realidad, no sólo una seña de identidad de todo un país y expresión de esa actitud tan peruana de la huachafería («la mayor contribución de Perú a la cultural universal», según Toño Azpilcueta), sino algo mucho más importante: un elemento capaz de provocar una revolución social, de derribar prejuicios y barreras raciales para unir al país entero en un abrazo fraterno y mestizo. En un país fracturado y asolado por la violencia de Sendero Luminoso, la música podría ser aquello que recuerde a todos los que conforman la sociedad que, por encima de cualquier otra cosa, son hermanos y compatriotas. Y en esto, es posible que el virtuosismo de la guitarra de Lalo Molfino tenga mucho que ver.