A las dos de la tarde del 8 de enero de 2007, Rosa Bazzi y Olindo Romano abandonan el pueblo lombardo de Erba en un coche patrulla de los carabinieri. Creen que la intención de los agentes es ponerlos a salvo de los periodistas que asedian su casa, pero en menos de una hora se encuentran en la prisión del Bassone. Pronto los medios de comunicación y la opinión pública los bautizan como «los monstruos de Erba», acusados de asesinar a cuatro vecinos —tres de ellos miembros de una misma familia, incluyendo un niño de dos años—, y el matrimonio se enfrenta a una condena a cadena perpetua, y a lo que a sus ojos resulta aún mucho peor: la separación.
La escritora Alessandra Carati, finalista del Premio Strega, impactada por un caso que todavía hoy conmociona a toda Italia, conoce a la presunta asesina a principios de 2019 y la visita cada semana entre julio y febrero del año siguiente. «Ahora me desahogo contigo como con el capellán», le dice Rosy.
Roma, 1960. Mientras un Andre Aciman adolescente observa el puerto de su nueva ciudad, su madre se preocupa por el equipaje: treinta y dos maletas y baúles que contienen todo su mundo. Acaban de llegar a Italia desde Alejandría, hogar que han tenido que dejar atrás. Su padre sigue en Egipto y ahora Andre es el cabeza de familia. Solían tener una buena vida, pero todo vestigio de su estatus se ha esfumado tras su huida.
El autor, su hermano pequeño y su madre se mudan a un apartamento de la capital italiana que justo antes de su llegada se usaba como burdel. Mientras buscan la manera de encontrar su sitio en la ciudad, el autor se encierra en su habitación para leer un libro tras otro.
En los momentos cruciales de su infancia, la niña siempre tenía a mano una naranja: la agarraba, la pelaba y la comía como si esa pieza de fruta fuera a consolarla de todos sus males. Más tarde descubrió una fruta distinta, más sabrosa, que había que comer a escondidas, lejos de las habladurías de la gente y de la mirada inquisidora de su madre; era una fruta prohibida, pero valía la pena correr el riesgo y disfrutar de aquella delicia.
Adoptada por un matrimonio evangélico de una pequeña ciudad industrial inglesa, la niña creció a la sombra del fervor religioso de toda una comunidad. Los primeros años de su vida fueron un ir y venir entre feligreses seducidos por los sermones y las palabras de la Biblia, pero cuando tenía poco más de diez años la niña supo que ella era distinta y que las leyes de su cuerpo la llevarían a descubrir otra forma de amar.