Nate Silver es conocido por revolucionar el análisis predictivo aplicado a los deportes, la economía y la política, pero antes de eso se ganaba la vida jugando al póker. En su nuevo libro, Silver parte de su experiencia como jugador para investigar a una comunidad de personas con ideas afines cuyo dominio del riesgo le permite dar forma y dominar gran parte de la vida moderna. Él la llama El Río.
La mayoría de nosotros no tenemos los rasgos que comparten estos profesionales del riesgo: alta tolerancia a situaciones límite, gusto por la incertidumbre, afinidad por los números, una desconfianza instintiva de la sabiduría convencional y un impulso competitivo tan intenso que puede rayar en lo irracional. Para ellos, la complejidad es inherente a la existencia y el trabajo consiste en saber navegarla. Lejos de tratarse de unos outsiders, este tipo de personas acumulan cada vez más riqueza y poder en nuestras sociedades. De ahí que comprender su mentalidad (y los fallos de su pensamiento) sea indispensable si queremos entender qué impulsa la tecnología y la economía global.
Al llevarnos tras bambalinas, desde casinos hasta firmas de capital riesgo, desde el interior de la plataforma de criptomonedas FTX hasta reuniones del movimiento de altruismo eficaz, este libro supone un viaje con acceso privilegiado a un mundo oculto pero esencial para vislumbrar la naturaleza de la incertidumbre en el siglo XXI.
Melinda Dawson conció a Matthew Foley durante su época de adolescencia mientras la madre de este trabajaba en su casa como ama de llaves. Pero un día ambos desaparecen sin dejar rastro, partiendo el corazón de la joven Mel.
Tiempo después Matt reaparece en su vida como su maestro de baile de salón, pero esta vez Melinda no quiere tener nada que ver con Matthew.
Con el tiempo descubrirá que no todo es lo que aparenta ser.
La historia que creía saber no era como se la contaron.
Las personas que pensaba conocer no eran como suponía.
Y la cosas que habían sucedido no eran como lo recordaba.
En 1932, la música, como las demás disciplinas artísticas, fue reducida a una única doctrina: la del realismo socialista. La finalidad del arte era servir al Estado. Los músicos tuvieron que someterse a la línea ideológica del partido. Algunos la sortearon como pudieron; otros, sin embargo, no se doblegaron, y sus obras fueron prohibidas, sus conciertos cancelados y ellos relegados al olvido. Eso sucedía en el mejor de los casos, porque en el peor se los destinaba a campos de trabajo en Siberia o simplemente eran ejecutados. Músicos de la altura de Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev e intérpretes de fama internacional como Mstislav Rostropóvich, Sviatoslav Richter, David Oistrakh, Leonid Kogan y Mariya Yúdina fueron capaces de crear melodías sublimes en las circunstancias más hostiles y oscuras. Pero esa política represora no sólo se circunscribió a la música clásica. La Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM) se ocupó también de la música ligera. Era conocida la afición de Stalin por ese tipo de música, así que, en consecuencia, la represión fue menor que en la música y la literatura clásicas. Pero, con todo y con eso, los intérpretes no podían bajar la guardia.